domingo, febrero 01, 2015

ABDON EN POLVO CONVERTIDO por Manuel Jabois

Publicado por la revista Jot Down, guardé este texto de Jabois durante tres años. Espero que ya haya prescrito cualquier delito de reproducción. Digo espero, porque nunca se sabe. Abdón Porte ya ha sido protagonista de este blog, pero con un lujo como el que escribe Jabois ¿quién no le daría sitio?




El primer Abdón era hijo de Hillel el piratonita: dio a la tierra cuarenta hijos y treinta nietos que montaban en setenta burros. Juzgó en Israel ocho años y su nombre venido del hebreo significa siervo. Fue enterrado en el monte Amalec en el fondo de los tiempos, cuando Abdón Porte era aún descendiente de sus descendientes.

Nació El Indio, como le llamaban, en 1880; de él se cuenta que tuvo infancia de traste en la barriada de Libertad, departamento uruguayo de Durazno, llamado así porque fue creado alrededor de un duraznero, el naranjo americano. Porte creció pateando el balón y exhibiendo dotes de mando. Era fuerte y dominador; la foto de su juventud lo presenta con una mandíbula ancha y rasgos profundos de chamán efebo, con las cejas larguísimas cubriéndole los ojos a modo de visera tormentosa. Su estampa era de indio antiguo, como si una pareja superviviente lo hubiese engendrado a escondidas. “Formidable columna y rasgos característicos”, le dijeron los periódicos.

Abdón Porte debutó en el Colón y siguió en el Libertad, los dos en la Primera División. No pasó inadvertida su presencia y liderazgo para Nacional, que lo hizo llegar al tricolor en sólo unos meses. Su leyenda comenzó un 12 de marzo de 1910 en la banda derecha del Gran Parque Central, el estadio del coloso del Río de la Plata. Un año después era ya capitán con el 5 a la espalda. En ese tiempo Porte fue situado en el centro del campo como stopper, un todocampista de pulmones exagerados que devoraba en la marca a los delanteros y percutía como un hipopótamo en el campo rival, arrastrando la pelota hasta engullirla. Fue el primer medio volante en alzarse como máximo goleador en Uruguay.

“Era un típico hombre defensivo de estilo combativo; tenaz centre-half de un período brillante del fútbol oriental. Abdón Porte era notable, con virtudes y cualidades extraordinarias, defensivas y de colaboración, bien conocidas y recordadas por mucho tiempo, por los aficionados de antaño. Era un muchachón bueno, amigo de los amigos; gauchazo para hacer bien. Manso en la cancha aunque lo rompieran a patadas”, escribió Luis Scapinachis. “Era”, según Xosé de Enríquez, “era un lungo rústico, flaco, morochón y peloduro”. “Fue un tremendo macho, pero no agredía”, destaca el periodista Julio Toyos. Estuvo en la selección nacional que ganó la primera Copa América y contabilizó en 207 partidos 19 títulos.

Abdón Porte lo dejaba todo en el campo. Lo dejaba todo para defender a su Nacional. Para ese hombre no había nada más importante que ponerse la camiseta”, comenta el periodista Jorge da Silveira en un documental dedicado a Porte emitido por el Canal 12 de Montevideo: “Un hombre de poca conversación y terrible entrega. No aflojaba nunca”. De su esfuerzo da cuenta una anécdota: en una época en el que no había sustituciones se lesionó a los diez minutos y jugó cojo el resto del partido. Estuvo de baja de casi un mes, el mayor tiempo que Abdón Porte permaneció sin jugar al fútbol. “Entonces”, dice Toyos, “cualquier profesión, fuera periodista, abogado o futbolista, merecía toda la pasión en absoluto, sin ningún límite”.

Adorado por las gradas, símbolo indiscutible de Nacional, equipo creado como “respuesta criolla al fútbol de los gringos”, Abdón Porte empezó a ver a los 38 años la hora en la que nada puede devolver lo que fuiste. El escritor Eduardo Galeano cuenta que incluso se asomaban los silbidos a la tribuna cuando Abdón cedía. Ese mismo año el club colocó en su puesto a Alfredio Zibechi y Porte se sentó, por primera vez, en el banquillo.

Tras un partido en que Nacional derrotó al Charley 3-1, la plantilla fue a celebrar una cena en la sede del club, en el centro de Montevideo. A la una de la madrugada del 5 de marzo de 1918 Abdón Porte dejó la fiesta y se subió a un tranvía que lo dejó a las puertas del Parque Central. El estadio había sido cien años antes la chacra de una vieja en la que se firmaron los tratados con Oriente y fue investido José Gervasio Artigas Jefe de los Orientales y Protector de los Pueblos Libres, el líder de la Revolución del Río de la Plata. Hacia el centro de ese lugar se encaminaba en una noche de invierno Abdón Porte. De pie sobre el círculo central que dominó durante una década, en medio del silencio del estadio, rodeado de las gradas vacías que lo aclamaron como a un dios, el 5 de Nacional se sacó un revólver y lo apoyó en el pecho, haciendo estallar el corazón.

No en la sien, como suelen los suicidas, porque eso sería hacerlo con la razón, sino en el corazón”, dice Julio Toyos. A las seis de la mañana el perro de Severino Castillo, un empleado del campo, arrastró al hombre al césped. “Notó que en el mismo centro del field se encontraba un hombre en posición de cúbito dorsal. Al principio no le preocupó el hecho, pero en la nueva recorrida, viendo la inmovilidad del cuerpo, no obstante haberse iniciado una pequeña lluvia, acentuó más su atención. Poco tuvo que hacer el empleado que conocía al jugador de Nacional. El revólver que yacía al lado del cuerpo, ya ensangrentado, le dio toda la magnitud del suceso. El tiro había dado de lleno en el corazón, produciendo, como es de presumir, una muerte instantánea. Movido el cuerpo, se encontró a su lado un sombrero de paja, bajo el cual Porte había colocado dos cartas”, dijo la prensa al día siguiente. “Nacional pierde al creador de cien victorias”.

(Dos años después, como contestación a un artículo publicado en El País titulado Qué coupet, el diputado Washington Beltrán Barbat fue retado a duelo por el expresidente José Batlle y Ordóñez; bajo una lluvia torrencial, y tras un primer intento nulo —ninguna de las dos balas hizo cuerpo— Batlle acabó matando de un disparo bajo la axila a Beltrán, que cayó redondo en el círculo central del Parque Central).

Un sobrino de Abdón Porte crearía escuela en el club como delantero y ganaría también, como su tío, la Copa América con Uruguay. Alfredo Zibechi, el hombre que sustituyó a Abdón en el centro del campo, se convirtió en una leyenda del fútbol uruguayo. José María Delgado, el presidente del club al que iba dirigida una de las cartas, hizo carrera en Nacional y es uno de sus más emblemáticos símbolos; una grada lleva su nombre. En la misiva Abdón le instaba a cuidar de su “vieja” y de su novia, con la que se iba a casar un mes después. “Hagan por mí como yo hice por ustedes”, pidió antes de despedirse: “Adiós querido amigo de la vida”. Debajo, unos versos:

Nacional aunque en polvo convertido
y en polvo siempre amante.
No olvidaré un instante
lo mucho que te he querido.
Adiós para siempre.

A modo de posdata había una aclaración: En el Cementerio de la Teja con Bolívar y Carlitos, que hace referencia a los hermanos Céspedes, mitos del club muertos de manera temprana a causa de una enfermedad.

Porte da nombre a una tribuna del Gran Parque Central. Allí, cuando los jugadores de Nacional saltan al césped los días de partido, se extiende una gran pancarta en la que se lee con letra inmensa: “Por la sangre de Abdón”.

Publicado en la revista Jot Down en febrero 2012

martes, enero 20, 2015

MILAGROS URUGUAYOS por Enric González

Sigo pensando en lo que hubiésemos disfrutado con una corresponsalía de Enric González en Buenos Aires regalando asuntos del Cono Sur. Chi lo sa?




El Atlético de Madrid es, ahora mismo, el mejor equipo uruguayo del mundo. No, no lo digo por Godín. Ni por el Cebolla Rodríguez, que se marcha. Ni por Giménez. Este no es un asunto de pasaportes porque los futbolistas uruguayos, como los bilbaínos, nacen donde les da la gana. Hay uruguayos argentinos, como el propio Diego Simeone, y uruguayos de todas partes. Que no se me ofenda nadie, porque no hablamos de patrias ni de banderas, sólo de fútbol. De ese fútbol colectivo que en cuanto supera un cierto nivel de madurez, coraje, autoconocimiento y sangre fría, se sitúa en el nivel de lo uruguayo.

A ver si me explico. Lo más normal sería comenzar por Abdón Porte, El Indio, mediocentro del Nacional, que el 5 de marzo de 1918, de madrugada, con 25 años, caminó solo hacia el centro de la cancha y se pegó un tiro. Iba a perder la titularidad y no pudo soportarlo. Dejó bajo un sombrero, junto a su cadáver, un par de cartas. En una de ellas iban unos versos dedicados al Nacional, cursis como suelen ser las cosas trágicas: «Nacional, aunque en polvo convertido, y en polvo siempre amante, no olvidaré un instante lo mucho que te he querido. Adiós para siempre». Fútbol uruguayo.

Abdón Porte había jugado con la selección ganadora en 1916 del campeonato suramericano, actual Copa América. En ese equipo jugaban dos futbolistas negros, Isabelino Gradín y Juan Delgado. En ninguna otra selección del planeta jugaban negros. En la uruguaya, sí. Fútbol uruguayo.

Si hubiera que encarnar en una persona eso que llamamos fútbol uruguayo, sería sin duda en Obdulio Varela, el Negro. Ya saben de quien hablo: del tipo que derrotó a la mejor selección en el estadio más grande y creó una palabra potentísima, Maracanazo. Varela fue quien recogió el balón de la red, tras el gol de Brasil en la final del Mundial de 1950, caminó lentísimo hacia el centro del campo y se puso a hablar con el árbitro en un lenguaje incomprensible para que acudiera alguien y tradujera. La alegría brasileña se transformó en impaciencia y rabia durante esos minutos. «Cuando empezamos a jugar de nuevo, ellos estaban ciegos, no veían ni su arco de furiosos que estaban; entonces todos nos dimos cuenta de que podíamos ganar el partido. ¿Cómo conseguimos eso? Es que el jugador tiene que ser como el artista: dominar el escenario». Esa explicación se la dio, muchos años después, al periodista y escritor argentino Osvaldo Soriano. Dominio del escenario. Fútbol uruguayo.

Hablamos de un país minúsculo, con poco más de tres millones de habitantes, y con dos títulos mundiales. O sea, fútbol uruguayo.

Veía al Atlético de Madrid en su partido de Copa con el Real Madrid, hace unos días, y veía a un equipo, el rojiblanco, capaz de dominar cualquier escenario y acallar cualquier estadio (el Bernabéu repleto y rugiente no es precisamente cualquier estadio), un equipo en el que se habría sentido a gusto Obdulio Varela y que habría enorgullecido a Abdón Porte. Veía a un equipo consciente de que al fútbol se juega con las piernas, con la cabeza y con el corazón, con un asombroso espíritu colectivo, con una rara capacidad para combinar lucha y reflexión sin perder el hilo en 90 minutos.

Hay quien piensa que el Maracanazo fue el mayor milagro futbolístico que se ha visto sobre el césped. Uruguay no podía ganar ese partido, no ante un gran Brasil, no después de oír decir a sus propios directivos que aspiraban a una derrota no demasiado abultada, no en un Maracaná abarrotado. Y lo ganó. Cosas del fútbol uruguayo. Que, según se ve, no ha perdido su capacidad taumatúrgica. Diego Simeone y su banda de uruguayos han conseguido que Fernando Torres vuelva a ser un buen delantero: puro milagro uruguayo.

Publicado en El Mundo (19/01/2015)

miércoles, enero 07, 2015

LA ETERNA CONSPIRACIÓN por Enric González

Propósito a incumplir en 2015, que no falte una 'Zona Cesarini' en este blog. Bastantes se han quedado ya en el tintero de El Mundo y alguna habrá que recuperar. Digo yo.



Cuando dirigía al Real Madrid, José Mourinho solía elogiar el fútbol inglés y lo comparaba con el fútbol español. En Inglaterra, decía, los árbitros eran más competentes y ecuánimes, la prensa especializada era más razonable y no existían las campañas que a él le tocaba sufrir como responsable técnico del Madrid. Pero eso ha cambiado. El fútbol inglés, según Mourinho, está degradándose rápidamente. Antes funcionaba bien. Desde hace una semana es un desastre, porque el Chelsea de Mourinho empató un partido y perdió otro y el Manchester City de Pellegrini le ha alcanzado en el liderato. Al Special One le toca sufrir de nuevo una horrenda conspiración.
El 28 de diciembre, el Chelsea empató a uno con el Southampton.Cesc sufrió un penalti que el árbitro no señaló. Tras el partido, Mourinho afirmó que la prensa, los comentaristas de televisión y los directivos de otros clubes habían lanzado una campaña de presión sobre los árbitros, para que perjudicaran al Chelsea. Las cosas empeoraron el primer día de 2015, cuando el Chelsea se desplazó a White Hart Lane para jugar contra el Tottenham. El técnico local,Mauricio Pochettino, ex del Espanyol, que había perdido sus siete enfrentamientos previos con Mourinho, le doró la píldora antes de que rodara el balón: dijo que el entrenador del Chelsea era un hombre admirable, posiblemente el mejor entrenador del mundo, y consideraba un honor medirse con él. A Mourinho le dio igual. En cuanto empezó el partido montó su propio espectáculo.
Primero fue una posible mano de un defensa del Tottenham dentro del área. El árbitro no pitó penalti y el portugués entonó una larguísima letanía de insultos y maldiciones. Luego consideró queFazio, del Tottenham, merecía una segunda tarjeta por una entrada sobre Hazard, la estrella de los blues, y se lo hizo saber al árbitro y a todo el estadio. No le importó mucho que, acabado el partido, Hazard reconociera que eso no había sido siquiera falta. Mourinho, derrotado por un clamoroso 5-3, proclamó que el árbitro no corría lo suficiente y sugirió que había perjudicado conscientemente al Chelsea. Luego, tras insistir en que existía una campaña contra su equipo, aventuró que el fútbol inglés acabaría perdiendo a Hazard porque los árbitros no le protegían.
La cosa no es nueva. En 2007, antes de trasladarse a Madrid, Mourinho causó bastante asombro durante un encuentro con el Manchester United de Ferguson. El árbitro de aquel partido, Graham Poll, ya retirado, relató su experiencia. Mourinho empezó por gritarle continuamente desde la banda. "Me acerqué a José", escribió Poll, "porque pensé que simplemente estaba reaccionando a la presión ambiental y quería pedirle que fuera más considerado. Pero antes de que pudiera decirle nada, avanzó su cabeza hacia la mía y me dirigió una retahíla de insultos que incluyó un desafortunado comentario personal sobre mí y Sir Alex Ferguson". En concreto, Mourinho dijo que el árbitro Poll practicaba sexo oral con el técnico del Manchester United. Poll no denunció a Mourinho porque se retiraba semanas después y prefería evitar líos.
El diario The Sunday Times indicaba el domingo que los técnicos poderosos estaban abusando de los árbitros y señalaba a Mourinho, para el que pedía una sanción. Veremos. Tal vez Mourinho lamente ahora que el fútbol inglés no sea como el español, donde los arbitrajes son ecuánimes, la prensa se porta de forma razonable, no existen conspiraciones contra un equipo determinado, etcétera. Esas cosas, realmente, parece que sólo ocurren allí donde está él.

Publicado en El Mundo (05/01/2015)


domingo, junio 22, 2014

SÓCRATES Y LA DEMOCRACIA por Carla Guimarães



El 2014 no es solo el año del Mundial en Brasil. También se cumplen 50 años del golpe militar que nos arrebató la democracia a los brasileños. Yo nací durante la dictadura y llegué a la adolescencia justamente cuando el país despertaba de una pesadilla que duró 21 años. La democracia me tomó por sorpresa, no sabía qué significaba ni por qué era tan importante. Mi padre me explicó que la democracia se aprende poniéndola en práctica y si no estamos acostumbrados a ejercerla de manera activa, es posible que nos la terminen quitando. Lo cierto es que en Brasil, incluso cuando aún estábamos en dictadura, se puso en práctica la democracia. Quizá no en todo el país, pero al menos en un equipo de fútbol.

La dictadura brasileña terminó en 1985, pero en 1982 el Sport Club Corinthians realizó una insólita experiencia sociológica. Uno de los artífices de lo que quedó conocido como Democracia Corinthiana fue un jugador que tenía nombre de filósofo, Sócrates. Ídolo incontestable del fútbol brasileño, además de atleta, Sócrates era médico y activista político. En la década de los ochenta, el Doctor, como era conocido, jugaba en el Corinthians y el país vivía un momento de efervescencia política y social. La dictadura había perdido apoyo internacional y abría paso, a regañadientes, a una transición democrática.

La elección del primer presidente de la democracia, sin embargo, sería realizada de manera indirecta, o sea, exclusivamente con los votos del Congreso. En este momento, después de años de represión, el pueblo decidió salir en masa a las calles para exigir elecciones directas, en las que todos los brasileños pudiesen votar. El movimiento quedó conocido como Diretas Já y además de importantes figuras políticas, como los futuros presidentes Lula y Fernando Henrique Cardoso, varias personalidades de la sociedad dieron la cara por esta idea. Entre ellas estaba Sócrates, que ya vivía la experiencia democrática dentro de su club de fútbol.

Después de una de las peores temporadas de su historia, el Corinthians eligió un nuevo presidente que nombró como director de fútbol a un sociólogo llamado Adilson Monteiro Alves. Adilson tenía el extraño hábito de tomar decisiones después de escuchar a los jugadores y miembros del equipo. Si unimos a este hecho que en aquel momento jugaban en el Corinthians Sócrates, Wladimir y Casagrande, tres jugadores que estaban comprometidos con la política, encontramos la fórmula de la revolución que cambió la historia del club.

A partir de este encuentro, surgió la idea de montar un sistema de autogestión en la que jugadores, equipo técnico, directiva y trabajadores del club votaban y deliberaban las más diversas pautas, desde las contrataciones hasta el menú de la cafetería, desde la convocatoria del equipo hasta si los jugadores deberían o no quedarse concentrados antes de los partidos. Todo se decidía en asamblea y los beneficios eran compartidos entre todos los empleados, sin prejuicio de la función que desempeñaban.

Aquel año, por coincidencia o no, el equipo hizo una excelente campaña, llegando a la final del Campeonato Paulista, cuando los jugadores saltaron al campo con una enorme pancarta donde estaba escrito: “Ganar o perder, pero siempre en democracia”. Ese día, el Corinthians ganó el campeonato.

Quiero creer que mucho de la confianza que llevó el equipo a la victoria tuvo que ver con lo que estaba ocurriendo en el club. Los jugadores, e incluso los hinchas del Corinthians, sentían que formaban parte de algo mayor, de algo por lo que merecía la pena luchar. Una idea compartida que significaba mucho más que los meros colores de un equipo. Pero ni el ejemplo de la Democracia Corinthiana, ni las multitudinarias manifestaciones, ni siquiera la amenaza de Sócrates de irse de Brasil en caso de que las elecciones no fuesen directas evitaron que el primer presidente democrático fuera elegido exclusivamente con los votos del Congreso. La dictadura, manteniendo su tradición, hizo caso omiso de las demandas populares.

Solo en 1989 pudimos votar en las primeras elecciones presidenciales directas. Digo pudimos y me incluyo en la frase porque a pesar de no tener edad aún para votar, esa fue la primera vez que voté. Yo, como Sócrates, viví la experiencia democrática incluso antes de poder votar.

Mi padre, que también era dado a las experiencias sociológicas, decidió que estábamos viviendo un momento tan importante de la historia del país que mi hermana y yo deberíamos aprender el valor de la democracia practicándola dentro de casa. Y nos hizo una propuesta insólita: su voto sería fruto de una decisión de los tres. Veríamos los programas electorales de la tele, hablaríamos sobre cada candidato y a vísperas de las elecciones decidiríamos a quién mi padre debería votar. Su primer voto sería nuestro primer voto. Yo tenía 14 y mi hermana 12 cuando votamos en aquellas elecciones. Esta experiencia me marcó tanto, que desde entonces no he perdido ni una elección, sea en Brasil o en España.

La democracia, sin embargo, es mucho más que votar cada cuatro años. Las manifestaciones en las calles brasileñas, y también en las españolas, son un ejercicio de ciudadanía que debería ser escuchado, y como mínimo respetado, por los políticos. Son el reflejo de que queremos una democracia mejor, más participativa y más directa. Y estamos dispuestos, como decía mi padre, a ponerla en práctica. La existencia de la Democracia Corinthiana en un momento en que Brasil aún vivía una dictadura es un ejemplo de que la iniciativa popular puede adelantarse incluso a la propia Historia.

Carla Guimarães es escritora brasileña. Texto publicado en elpais.com

lunes, abril 14, 2014

EL FÚTBOL NIKE por Martín Caparrós

Uno de El País Semanal que estaba medio escondido. De vuelta a las andadas, robando de aquí y de allá. Bien hallados


Los vi en lugares tan distintos, pero todos hacían más o menos lo mismo. En un descampado en Bogotá, una cancha coqueta en Barcelona, un patio de escuela en Uagadugú, la vera del lago Lemán en Ginebra: chicos y una pelota, y en lugar de correrla y patearla, como hacíamos cuando yo era así de chico, intentaban malabarismos y piruetas.
Una de las cosas que más me intrigan en el fútbol es cómo se fue construyendo la idea de belleza que todos aceptamos. No es fácil, en general, saber por qué creemos que tal cosa es bella y que tal otra no –y lo creemos desde hace tanto tiempo que es casi imposible saber cómo y por qué empezamos. En el fútbol, en cambio, todo es tan reciente que quizá se podría.
Y a veces pienso que valdría la pena reconstruir cómo fue, por ejemplo, que hace cien años se empezó a suponer que pasar la pelota entre las piernas de un contrario era más “bello” que pasarla por un costado, o que pegarle con la parte de atrás del pie era más que pegarle con el lado de afuera que era más que pegarle con el lado de adentro que era más que pegarle con la punta. Son ejemplos, para decir que podríamos haber imaginado cosas muy distintas. De hecho el regate/gambeta/finta/dribbling, la quintaesencia de la belleza futbolera, al principio no existía.
Los argentinos, faltaba más, claman que lo inventaron. “Aquel fútbol inglés muy técnico pero monótono no habría logrado ejercer la influencia requerida por el espíritu de nuestras multitudes –escribió el maestro Borocotó, todavía en los años cuarenta y en El Gráfico porteño–; tuvimos que adornarlo con el dribbling que encandila las pupilas, que es patrimonio de estas tierras”.
El dribbling que encandila las pupilas, sin embargo, tenía una meta: llegar a la meta. El Fútbol Nike no siempre la tiene. El Fútbol Nike es esa forma de entender el juego donde la meta es, más que nada, filmar propagandas carísimas llenas de trucos superhollywood para vender alguna cosa. Lo empezó Nike, pero ya no hay sponsor global que no se haga su publicidad de millones de dólares con recontrafiguras desplegando taquitos, bicicletas y chilenas. Lo curioso es que, desde los anuncios, el Fútbol Nike desbordó a los partidos: cada vez más, el público –y sobre todo el público principal, el de la tele– espera el paso de baile del figurín de turno, malabarismo de la foca, pelota sobre la nariz; cada vez se interesa menos por cómo 11 muchachos se ayudan para hacerse uno.
El Fútbol Nike no está pensado para armar equipos sino ídolos vendedores. Para quienes no saben ver fútbol, la chilena a la segunda bandeja es más fácil de mirar, de entender que un diez con la pelota en los pies y un siete que arrastra a la esquina derecha a sus dos marcadores para que pase el cuatro y reciba, en la puerta del área, el pase filtrado mientras el nueve llega, desde atrás, desmarcado, por la izquierda, listo para empujarla adentro.

Es complicado, no cabe en la pantalla. En cambio el firulete es perfecto para el anuncio de la cola o el resumen del partido: es televisivo, que es lo que es el fútbol contemporáneo. Y allí se cierra el círculo: antes del reino de la tele, un chico aprendía a jugar mirando a sus compañeros del colegio, a los pataduras de su cuadra; si alguna vez veía una rabona era un milagro. Ahora lo primero que hacen es imitar los vídeos de Neymar; aprenden la bicicleta antes que a dar un pase; aprenden que lo que importa es saber bicicletear, no saber pasarla. Y así el Fútbol Nike se reproduce a sí mismo y un juego de equipo, de colaboración, de sudor compartido, se va transformando en pura destreza individual: un número de circo.

sábado, junio 02, 2012

HÉROES TRÁGICOS por Enric González

Todavía quedan huecos en El País para que el maestro Enric González deje patente cómo se cuentan las cosas.



¿De qué hablamos cuando hablamos de fútbol? Podemos hablar del juego, evidentemente. De tal finta, o tal combinación, o tal posición irregular. Pero eso no da para mucho. Lo habitual es hablar de lo que envuelve el fútbol y le da significado. Es lo que ocurre con la literatura futbolística, que tiende a prescindir de lo obvio, es decir, del balón, y prefiere explorar la pasión de quienes lo manejan y de quienes extraen de él su felicidad o su miseria. Si el futbolista es el gran héroe contemporáneo, cosa que se puede lamentar pero resulta difícil discutir, para el trabajo literario hay pocos materiales más atractivos que los que ofrece el héroe trágico del fútbol.

Cuando se escribe sobre fútbol se escribe sobre personas. Sobre los héroes de la cancha, mimados y zarandeados, adorados y vilipendiados, sometidos a presiones tan brutales como absurdas, y sobre la masa anónima de la grada, que vuelca en el deporte pulsiones complejísimas: desde la voluntad de pertenencia a la sublimación de la propia existencia a través de héroes en calzón corto. Se puede hacer buena literatura con una jugada o un gol, y la hacen semanalmente los mejores cronistas deportivos, pero se trata de argumentos con poco recorrido. Incluso los cronistas deportivos recurren a la personalización: la tentación es irresistible.

La dificultad de conjugar juego y literatura tiene un perfecto ejemplo en el cuento 19 de diciembre de 1971, de Roberto Fontanarrosa, una de las cumbres de la literatura futbolística. El cuento se refiere a una semifinal que en tal fecha disputaron en Buenos Aires Central y Newell’s, los dos equipos de Rosario (Argentina), y que por diversos motivos tuvo un enorme impacto. En el partido hubo solo un gol, de trascendencia histórica para miles de rosarinos. Pero el Negro Fontanarrosa prefirió olvidar ese lance y fabular de forma periférica sobre la peripecia de unos hinchas canallas, como se apoda a los de Central, y de la tragedia (o éxtasis definitivo) de un viejo apasionado canalla con problemas cardiacos.

El gol, en cambio, tuvo su propio recorrido cultural por vías protoliterarias. Como en las representaciones litúrgicas del teatro medieval, cada 19 de diciembre los canallas escenifican en diversas ciudades del mundo “la palomita de Poy”, el gol que decidió el partido. A veces ha sido el propio Poy quien ha realizado el testarazo estelar en la función. Si no está Poy, vale cualquiera. Igual que la consagración en el Medievo, el gol adquiere la categoría de inefable: es lo que es y se puede evocar, pero no reconstruir con palabras, porque mengua.

Abdón Porte, uruguayo de Libertad, fue mediocentro y capitán del Nacional de Montevideo hasta 1917. Al concluir la temporada de ese año, los directivos del club le comunicaron que habían fichado a Alfredo Zibechi para sustituirle y que preferían que se quedara en el banquillo como suplente, con la idea de que poco a poco pasara a desempeñar una función que apenas existía por entonces, la de entrenador. Porte recibió la noticia tras el partido de la última jornada, frente al Charley. No hizo comentarios. Fue con sus compañeros a celebrar la victoria, 3-1, y hacia medianoche regresó al Parque Central, el estadio de Nacional. No se sabe cuántos años tenía Abdón esa noche porque se ignora su fecha de nacimiento. Debía tener menos de 30. Abdón caminó sobre la hierba hasta el círculo central, empuñó una pistola y se disparó al corazón.Entre los muchos héroes trágicos que el fútbol ha prestado a la literatura, y en medida menos relevante a otras artes, el más destacado es sin dudaAbdón Porte. Sobre él escribió Horacio Quiroga el cuento Juan Polti. Eduardo Galeano relató su historia en Muerte en la cancha, uno de los capítulos de su clásico El fútbol a sol y sombra. La pieza más reciente, hasta donde sabe el cronista, es Abdón en polvo convertido, de Manuel Jabois. No será la última.

Abdón no se mató por quedarse sin fútbol. Podía haber jugado en otro club. Abdón se mató porque no soportaba la idea de no vestir nunca más la camiseta de Nacional, su gran amor. Sobre su cadáver se halló una nota en verso dedicada a Nacional: “Aunque en polvo convertido, y en polvo siempre amante, no olvidaré un instante lo mucho que te he querido”.

Los otros grandes personajes trágicos del fútbol han tenido un final más lento y encarnan al héroe que, privado del balón, del aliento de las gradas y de la condición semidivina que caracteriza al jugador en activo, muere de pena y de tedio. Ese fue el caso de Manuel Francisco dos Santos, Garrincha (1933-1983), un mestizo con los pies girados, una pierna más larga que otra y la columna vertebral torcida. Según el psicólogo de la selección brasileña, Garrincha era “un débil mental incapaz de comprender el fútbol”. Ciertamente, el mejor extremo derecho de todos los tiempos nunca llegó a captar los mecanismos de puntuación en la liga ni entendió que tras una final no se disputara encuentro de vuelta. Solo sabía jugar. Después de retirarse, Garrincha, fumador y alcohólico desde los 10 años, se dejó morir. Duró hasta los 50.

Similares, aunque no tan desoladores, fueron los casos de George Best, el mágico extremo norirlandés del Manchester United en los sesenta, fallecido en 2005 poco después de un trasplante de hígado, o de Paul Gascoigne, el futbolista inglés más exquisito de los noventa, que sobrevive aún, a los 46 años, pese a úlceras, trastornos cardiacos y hepáticos, problemas psicológicos, peleas y algún intento de suicidio.

La de Adriano Leite Ribeiro (Río de Janeiro, 1982) es una historia distinta. Adriano no esperó a retirarse para hundirse. Era la estrella del Inter de Milán, un gigante capaz de hacer diabluras con el balón, cuando a los 25 años murió su padre. Él debió morir también un poco, porque desde ese momento solo pensó en volver a Brasil. No para jugar, sino para encerrarse en su favela natal con sus amigos de infancia, convertidos en distribuidores de droga, y anestesiarse con cerveza y cocaína. Es lo que viene haciendo últimamente, con algunas pausas en las que ficha por un equipo y trata, sin éxito, de recuperar el fútbol.

¿Qué decir de René Houseman? El mejor extremo derecho del fútbol argentino llegó a jugar ebrio, con Huracán, un partido contra River Plate. Apareció tambaleándose por el vestuario poco antes de iniciarse el encuentro, pero aun así le alinearon. Él mismo contó, años más tarde, lo que ocurrió sobre el césped a cuatro minutos del final y con empate a cero: “Parece que fui a buscar una pelota, procedente de un pase de Russo. Avanzando de derecha a izquierda en diagonal eludí a uno, la tiré larga entre los dos defensores centrales y cuando desde el arco me salió Fillol en el mano a mano amagué, lo eludí y la crucé suavemente con la pierna derecha. Modestamente, un golazo. Dicen que me quedé tirado en el suelo, riéndome. Tras eso me hice el lesionado, pedí el cambio y me fui a dormir a mi casa. Comentan que la gente, ignorando mi estado, me despidió con el cántico tradicional: Y chupe, y chupe, y chupe, no deje de chupar, el Loco es lo más grande del fútbol nacional”.

Houseman vagabundea ahora por su barrio, flaco, pobre y simpático, en lucha permanente contra el alcohol.

Brian Clough nunca marcó un gol borracho porque sus demonios interiores y su alcoholismo despertaron cuando se retiró como futbolista y empezó a entrenar. El drama personal de Clough está contado en dos libros, Provided you don’t kiss me (Con tal de que no me beses), de Duncan Hamilton, y The Damned United, de David Peace, trasladado al cine en 2009. Socialista, donante de fondos a los mineros en huelga, presidente de la Liga Antinazi, entrañable o insufrible según los momentos, Brian Clough es considerado uno de los mejores técnicos de la historia del fútbol inglés. Tuvo éxito desde que dio los primeros pasos como entrenador, pero pese a ello no soportó la presión. Mantenía una lucha permanente contra el mundo. Durante la temporada 1992-1993, la última con el Nottingham Forest, al que había hecho ganar todos los títulos posibles, ofreció un espectáculo deprimente. Tenía el rostro hinchado, la nariz bulbosa, los ojos vidriosos. Hablaba con dificultad. Sufría una borrachera inacabable. El Forest bajó y Clough fue despedido. En 2003 se sometió a un trasplante de hígado. Murió al año siguiente, de un cáncer de estómago.

A veces no es la presión del propio fútbol la que provoca tragedias, sino presiones peores. Como las que sufrió Matthias Sindelar, el mejor jugador nacido en Austria. Sindelar, apodado Mozart por su talento y de origen judío, no aceptó la anexión de su país al Reich alemán en 1938 ni soportó el régimen nazi. El 3 de abril de ese año se disputó un amistoso entre las selecciones de Alemania y Austria antes de que ambas se fundieran en una sola, y Sindelar, que se negó a saludar brazo en alto, humilló a sus adversarios: primero, rematando intencionadamente fuera los balones que le llegaban; luego, driblando una y otra vez y llevando a su equipo a la victoria. No se lo perdonaron. Tuvo que abandonar el fútbol y fue sometido a continuas investigaciones policiales. Un año después, su cadáver y el de su novia fueron encontrados en la casa vienesa que compartían. Oficialmente, murió por un escape de gas. Pero siempre se ha especulado con un suicidio, o incluso con la hipótesis de un asesinato cometido por la Gestapo.

Luego, caso aparte, está lo de Diego Armando Maradona, una comedia trágica, o una tragedia humorística, que constituye en sí misma un género literario. Jorge Valdano suele decir que Maradona es objeto en Argentina de la misma veneración que mitos como Evita Perón, Carlos Gardel o Ernesto Che Guevara, con la diferencia de que él sigue vivo. Maradona ha resistido años de adicción a la cocaína y ha llegado a estar al borde de la muerte, pero, como en la cancha, ha tenido algo que no han tenido otros. Y ha logrado escapar.

Cuentos reunidos. Roberto Fontanarrosa. Alfaguara. Cuentos argentinos. Roberto Fontanarrosa. Siruela. El fútbol a sol y sombra. Eduardo Galeano. Siglo XXI. Cuentos completos. Horacio Quiroga. Colección Archivos / Cruz del Sur. Irse a Madrid y otras columnas.Manuel Jabois. Pepitas de Calabaza. Provided you don’t kiss me. 20 years with Brian Clough. Duncan Hamilton. Harper Perennial. The Damned United. David Peace. Faber and Faber.

domingo, abril 29, 2012

GUARDIOLA EN EL ADIÓS



No por esperada ha sido menor la sacudida que ha provocado la despedida de Pep Guardiola. Innumerables reacciones, casi todas elogiosas, aunque no falten detractores, como siempre ocurrió y ocurrirá. En este blog nunca se escatimaron elogios para su etapa como jugador y, por supuesto, tampoco se ha hecho en su corta, pero intensa y exitosa, carrera como entrenador. Por ello hoy cuelgo tres piezas a la vez.

La primera es un hecho casi insólito, el editorial que un diario de información general como es El País le dedicó el día de su despedida como jugador del FC Barcelona, allá por el año 2001.

Las otras dos columnas son actualidad, ambas escritas por plumas madridistas, Boyero y Jabois, cada uno con visiones contrapuestas de su club, o más bien, la visión que ambos tienen de Jose Mourinho, el "archienemigo" de Pep y el hombre que mueve hoy todos los hilos del Real Madrid. Y es que, por suerte o por desgracia, todo lo ocurrido en los últimos años en torno a Guardiola requería ser puesto ante el espejo mediático de Mou. Carlos Boyero se bajó del carro mourinhista incluso antes de su llegada y ha mantenido esa línea con una dureza extrema que molesta a más de un correligionario. En la despedida ha reiterado, con la contundencia de siempre, todo lo escrito sobre Guardiola y, por ende, sobre Mourinho. El otro artículo es de Manuel Jabois, publicado en El Mundo. Alineado el escritor gallego con el denominado "mourinhismo", en su caso ácido y mordaz, ofrece otro estupendo artículo, con mucha más carga irónica, no exento de cinismo e incluso mala leche, pero que deja entrever la grandeza del personaje homenajeado. Quizá lo ha hecho Jabois a su pesar. O tal vez no.



GUARDIOLA (Editorial El País 13/04/2001)
Una larga y brillante carrera ha hecho de Pep Guardiola algo más que un jugador de fútbol. De ahí la trascendencia que ha alcanzado su despedida del Barcelona, donde ha alcanzado todas las metas que puede soñar un futbolista. Ingresó de niño y, después de 17 años, sale convertido en el símbolo por excelencia del barcelonismo, el representante perfecto de una década prodigiosa. Pero su espléndida trayectoria no basta para explicar el impacto que ha tenido Guardiola para el Barcelona y, por extensión, para el fútbol español.

Probablemente ningún jugador español haya ofrecido tantas vertientes como Guardiola, un referente de primer orden en lo futbolístico, inquieto representante del deportista que se niega a vivir en una burbuja ajena a la realidad. Se diría que no hay un Guardiola, sino múltiples Guardiolas,o múltiples miradas sobre un jugador que deja un enorme vacío. El fútbol es mucho más que fútbol cuando lo protagonizan jugadores excepcionales como el centrocampista barcelonés, por su compromiso con el oficio que practican, con sus compañeros, con su club y con la afición que les sigue y que ellos mismos terminan representando.

Su marcha coincide con un periodo de turbulencias en el Barcelona, que ha visto desfilar en menos de un año al presidente Nuñez, al entrenador Van Gaal, a su principal estrella, Figo, y al capitán, el último representante del dream team que reunió Johan Cruyff. A esta sensación de estupor que sufre el barcelonismo se añade la perplejidad que provocó la soledad de Guardiola en el momento de anunciar su decisión, con la elocuente ausencia del presidente, Joan Gaspart, y de los principales dirigentes del club.

Es evidente que con Guardiola se va un gran símbolo del barcelonismo. Nadie ha hecho un uso mejor y más razonable de esa representatividad. Pero quizá ese manto comenzaba a ser demasiado pesado y le recortaba la verdadera pasión de todo jugador: el fútbol.


Y AHÍ ESTÁ por Carlos Boyero
Era tan modélico que los miserables necesitaban desesperadamente encontrarle grietas, intentar degradarle, sembrar la sospecha de que tanta perfección solo podía obedecer a un disfraz de la impostura. Guardiola, aunque desconociera la poesía de Leonard Cohen, fue practicante fiel de una de sus sentencias: "Antes de aprender magia la gente debería conocer la etiqueta". Tal vez no fuera un mago como jugador, pero sí un representante cualificado de la inteligencia. Su forma de mover el balón tenía la virtud del metrónomo. Tambien poseía alma. Y orgullo. Y por supuesto, siempre practicó la etiqueta.

Era tan bueno como futbolista que en aquella época sus enemigos clandestinos hicieron correr el rumor de que sus apetencias sexuales estaban relacionadas con los machos. Eran más gráficos, más pedestres, más soeces. Según ellos, Guardiola no era homosexual, sino maricón, pronunciado con la rabia ágrafa y el rencor analfabeto, todo ello tan ibérico, que caracteriza a los bárbaros que están encantados consigo mismos y con su dudosa hombría.

Pero si con un balón en sus pies este hombre fue muy bueno, dirigiendo al equipo de su alma ha sido genial. Siguió practicando en su comportamiento la racionalidad, la elegancia, el respeto a sí mismo y a los demás (incluidos los que no se lo merecen), pero lo que hizo entrenando al Barcelona era puro arte, pura magia. Excepto para los espíritus cerriles o corroídos por eso tan devastador de la envidia, la agradecida memoria de cualquier persona que ame el futbol recordará dentro de infinitos años y transmitirá a las generaciones que no contemplaron ese cotidiano milagro, que el fútbol fue precioso durante cuatro años.

¿Qué va a hacer el abyecto villano ahora que se ha retirado el héroe? Ese heroe cansado y al que le ocurre eso tan humano de sentirse vacío, que se larga con dignidad cuando está en derrota e imagino que con la certeza de que aunque vuelva a triunfar en otros equipos, lo que ha representado este Barcelona es irrepetible. Es probable que hasta los más tontos del lugar, los que le calificaban desdeñosamente de meacolonias y de estar interpretando continuamente un papel, acaben echándole de menos. Yo nunca me canso de ver actuar a Cary Grant. Y seguro que también poseía un lado oscuro. Gracias por todo, admirable Guardiola.


GUARDIOLA SIEMPRE VUELVE por Manuel Jabois

Para ver una conmoción parecida a la marcha de Pep Guardiola del Barcelona hay que remontarse a once años atrás, cuando Pep Guardiola se marchó del Barcelona. Fue tal el luto, entre páginas, entrevistas y homenajes, que el pobre Pep, que sólo tenía 30 años y aspiraba a jugar en la Juve, tuvo que conformarse con el Brescia. Ya entonces se le rodeó de mística, pues la piedra fundacional sobre la que Cruyff erigió su Iglesia había sido recogepelotas en el Camp Nou en años oscuros: de treinta tiros a puerta iban fuera veintinueve. Probablemente fue en aquel tiempo, corriendo de un lado a otro como Oliver Twist, cuando Pep formó su ideal de jugador: cortita y al pie, tratando de llegar a portería entre rondos amables para que los niños del Estadi no sufran lo que sufrió él cuando gobernó el equipo Venables.

"No sé dónde está la felicidad, he venido a encontrarla”, dijo al llegar a Italia. Automáticamente lo pusieron a mear. Era un chico flaco y guapo que pensaba tanto dentro del campo que a veces se le escapaba algún pensamiento fuera. Por la hierba corría con los hombros muy arriba, chupado y feliz, y cuando pensabas que te estaba avisando de un hueco para aparcar el coche dejaba solo frente al portero a Romario. Veía el fútbol en cinemascope, reposando la mirada con la lentitud de una vaca de un lado a otro mientras movía el pie como una cobra. Fue el relojero del Dream Team: llegaba la pelota a sus pies y acto seguido se escuchaba un tic tac en los equipos contrarios como si les hubieran dejado un paquete en la puerta. El día anterior a la final de Wembley discutió con Salinas por el número de escalones que había hasta el palco. "Son 33 pasos", le dijo al delantero. "Qué van a ser 33", contestó Salinas, que no sabía ni contar defensas. Y al subir a recoger la Copa de Europa Pep se le acercó al oído para decirle: "33". "O sea", estalló Salinas, "que ganamos la final para esto".

La anécdota de los escalones que le separaban de la gloria ilustra al Pep curiosón en los detalles que conforman la palabra de moda en el Barça: el relato. A Guardiola le importaba el partido, pero también su escenificación literaria; el extrarradio de la noticia, su composición poética. En cierto momento Pep fue la prolongación futbolera del Boom en Barcelona, la ciudad de Barral, la capital en la que Balcells puso a escribir a todos a su alrededor porque además alrededor de Balcells pueden escribir muchos. Guardiola no sólo fue un jugador dulce y letal sino también un narrador, juez y parte del discurso que a su alrededor comenzó a forjarse en torno a una herencia subliminal de Rinus Michels, Johan Cruyff y él mismo. Así se explica que en 2001, veinte años después de apoyar la Constitución frente al golpe de Estado, El País publicase un editorial titulado secamente: "Guardiola".

Regresó dos años después con la candidatura de Bassats; el hechizo no sólo perduraba, sino que se incrementaba por momentos. "Su contrato es digno de ser colgado en el museo del club, al lado de la camiseta de Kubala o de las botas de Samitier", dijo en 2003 uno que debe estar ahora en el psiquiátrico. Ganó Laporta prometiendo traer a Beckham para finalmente fichar a Maradona, que fue el propio Laporta gordo y empapado en champán masticando puros, siempre con una actriz porno cerca o a punto de estarlo. Guardiola se recogió en silencio, pues estaba acostumbrado a perder contra el Madrid, no contra el Barça, y emprendió un camino abismal hacia el fondo de sí mismo en lo que constituye la verdadera epopeya del barcelonismo. Hay en ese retiro de Guardiola al conocimiento una leyenda de la que se escapan aquí y allá pequeños retales de gente que asegura que lo ha visto, como un Cristo en faena aprendiendo a ser carpintero y no Dios, pues la humildad es como el dinero: el que guarda siempre tiene.

Habría que remontarse a 1492 para recordar un impacto semejante al que tuvo el viaje de Guardiola a Argentina para conquistar a Bielsa, con el que charló once horas seguidas: si los contrata el Sabadell tiene que cerrar el banco. Pep se hizo entrenador sin entrenar, de la misma manera que sigue jugando sin jugar y pronto, de persistir en esos eructitos silenciosos que suelta como garbanzos en rueda de prensa, hablará sin hablar y tendremos que conformarnos con la traducción de Lillo, que es capaz de coserle un brazo a un cojo. De la travesía por los intestinos del fútbol y sus paseos por bibliotecas de incunables en castillos de brujas Guardiola salió no sólo indemne sino mucho más fuerte, listo para la fiesta.

Por fin en 2008 Laporta apeló al imaginario colectivo y removió las bajas pasiones del culé, necesitado de honra tras la debacle del pasillo: Pep tomó el mando, perdió los dos primeros partidos y cuando ya estábamos poniendo los chuletones al fuego se presentó en casa con seis títulos y una colombiana de Barranquilla. La victoria le dejó literalmente sin pelo, le encaneció la barba y, si este año sabático se aplica, pronto devendrá en coronel Kurtz recostado en el banquillo entre cojines y en penumbra susurrando "el horror, el horror" al ver un disparo desde cuarenta metros que se cuela por la escuadra: "Si va fuera, ¿vas a ir tú a buscar el balón?".

Lo ha hecho todo tan bien en la pizarra y ha explotado con tanta misericordia a Messi que uno se aboca sin remedio a guardarle un rencor divino, como se odia a un escritor muy bueno. De todos los méritos acumulados por Guardiola ninguno ha sido mayor que el desquiciar al madridismo, esa estructura inamovible capaz de coleccionar crisis y títulos en la misma semana. Escribe lucidísimo Pedro Ampudia: "El martes fue el Barcelona el que cayó eliminado frente al Chelsea. La desbordante alegría que sentí es algo que nunca le podré perdonar a Guardiola. Recordé aquella frase de Ray Loriga en 'Lo peor de todo' y me di cuenta de que durante los últimos años me había convertido en uno de ellos: "La gente buena no se conforma con lo buena que es y tiene que estar mirando siempre lo malos que son los demás. Lo mismo les pasa a los hinchas del Barcelona".

Guardiola, efectivamente, nos convirtió a los madridistas en barcelonistas e inoculó algo impredecible: la 'barcelonitis'. Llevamos cuatro años mirándoles a ellos con la misma obsesión con la que ellos llevan mirándonos cincuenta, alegrándonos de sus derrotas casi tanto como de nuestras victorias, en lo que constituye una especie de derrota final. Pep nos puso delante del espejo y nos ha transformado, de repente, en rapsodas de nuestra desgracia, que para colmo era el éxito ajeno. Hemos encontrado en la desazón el estímulo sexual de la metáfora, con lo que eso tiene de abominable, y nuestra antaño escritura de barro y épica es hoy un ejercicio arabesco que recuerda el juego del Barça en días plomizos, cuando se sublima la posesión al punto de estar Mascherano dando toques en su área como si lo acabasen de presentar. Los sueños del 'tiquitaca' engendran monstruos.

Al final Pep se nos ha hecho auténtico y hasta un poco víctima, viendo la legión de cantores de Hispalis que tiene alrededor hablando de los goles del Barça como un puñadito de arroz derramado sobre el África negra. Lo peor no ha sido Guardiola sino el guardiolismo y la exaltación teatral de su relato, al que contribuyó finamente. Todo lo literario que hizo el Madrid de las cinco Copas de Europa fue ponerle a uno la Saeta Rubia: nadie nos dijo que con dos ya podríamos cambiar el mundo. Con todo, Guardiola condujo al Barça a un juego frenético y le puso encima una reputación escandalosa y un monumento al fútbol, obra suya y de una generación irrepetible. A ratos, cuando Messi saltaba de la chistera como un conejo enloquecido, juro que los creí invencibles y que jamás pensé que todo volvería a ser como antes.

La prensa extranjera ha comparado su marcha con la separación de Los Beatles y su adiós ha recorrido las portadas como la llegada del hombre a la luna, el único sitio al que Pep podría viajar dejando a los madridistas confiados, aunque con uno de guardia en el telescopio. Una conversación entre él y Bielsa sobre el 3-4-3, cada uno sentado en un cráter mientras la luna orbita sobre la Tierra y las mareas se adecúan a sus monólogos, es la recreación del posguardiolismo ideal. Pero el noi de Santpedor no descansa. "No es un adiós, es un hasta luego", avisaba una pancarta en la despedida de 2001. Pep, como el cartero, siempre vuelve. Para intentar follarnos otra vez en la cocina.