viernes, abril 29, 2005

A MODO DE PREGÓN por Joan Manuel Serrat

«A primera vista todo anunciaba una maravillosa mañana de domingo primaveral en que la vida se despereza en los árboles, las muchachas aligeran sus ropas y el sol se asoma al mundo con intención de despedir el invierno.

Parecía uno de esos días en que sale a cuenta echarse a la calle y, a paso de hombre, enfilar la empinada cuesta que conduce al viejo solar, a la entrañable explanada a la que con los años, la afición y la buena voluntad municipal, le brotaron porterías y algo así como unos vestuarios, a veces con agua caliente y todo.

Llevaba conmigo a mi hija María, con la dudosa intención de someterla a una sesión de proselitismo futbolero, de acercarla al amor al balompié y así tener una cosa más que compartir con ella.

Nos aparcamos junto al marcador a gozar de la fiesta con cacahuetes y gaseosas, mientras en la cancha un par de docenas de niños impecablemente equipados llevaban un buen rato corriendo, levantando polvareda y tratando de meter el balón en la portería contraria. Como debe ser, me dije.

Impresionaban las perfectas vestimentas de ambos equipos, la minuciosidad de detalles que rodeaban el pleito.

En el banquillo, sentados junto a los suplentes, algo semejante a un director técnico vociferaba reiteradamente a sus niños–jugadores instrucciones tácticas. A su lado, el masajista y un par de paisanos completaban un cuadro nervioso y gesticulante. Pero lo que más llamó mi atención fue la cantidad de balones que lucían a sus pies. Balones nuevos y maravillosos, a lunares negros.

Un auténtico lujo que contrastaba en mi memoria con aquellos tiempos en que era un acontecimiento disponer de una pelota de cuero que más de una vez había que perseguir cuesta abajo cuando un despeje contundente la enviaba más allá de las acacias.

En tales circunstancias es difícil no caer en la tentación de recuperar los recuerdos y tratar de trasladarlos a la María de uno.

Por aquel entonces, María, amor mío, a los porteros nos gustaba usar rodilleras y era muy raro que los pantaloncillos de los once, si es que éramos once, coincidiesen.

Por aquel entonces, María, vida mía, todo defensa central que se respetase bajaba a rematar el corner y era una gloria verlo regresar al trote y con el pecho fuera, como lo hacía Fernando Olivella, una vez fallida la aventura.

Cierto es que nos cascábamos todo lo que uno podía y el otro se dejaba. Que alguna vez le echábamos cuento al asunto y que si colaba, sacábamos unas manos fuera del área. Pero los recuerdos me dicen que los niños salíamos al campo a jugar, a divertirnos jugando al fútbol, a las chapas o a "me quieres", a disfrutar de aquella maravilla irrepetible sin esperar, para nada, al futuro.

Pero aquella mañana, en el solar entrañable, de qué manera se estremecía mi memoria cada vez que el niño –defensa– de cierre gritaba "fuera... fuera..." y el resto del equipo, como posesos aleccionados y obedientes, echaban a correr hacia adelante tratando de sorprender a algún lerdo en offside.

Se me sacudía el alma viendo a aquellos niños pegarse con todo, quejarse por nada...

Aquello no eran dos docenas de niños jugando al fútbol. Era una jauría de perros viejos con aspecto aniñado. Expertos en echar balones fuera. Doctores en perder tiempo. Maestrillos en el revolcón. Teatreros, especialistas en todo tipo de mañas. Trujamanes duchos en calentar al personal. Quejicas, malas lenguas, abusones, maltratando el trencillo, ese pobre tipo de pito y negro de cuya vista, conocimientos e intenciones se duda en todo momento y desde cualquier posición. Ese irredento pecador por acción u omisión, según convenga.

"Esos niños están muy enfadados", comentó mi María. Y, despectivamente, se puso a hacer montañas de tierra del tamaño de su mano.

En eso los han convertido. En niños muy enfadados. Enfadados y aburridos.

Son los cachorros de esos energúmenos que afónicos, congestionados, los azuzan desde la banda empujándolos al combate, a anticiparse a la ley del Talión como si la supervivencia de la especie y el honor de la familia estuviesen en juego.

Son el pedacito de las entrañas de esas delicadas señoras en traje de chaqueta que ponen en duda a gritos la honorabilidad y las costumbres sexuales del de negro, del vecino o de quien se tercie.

Son los alumnos de esos zancarrones, de esos maestros en ciencias o artes de las que entienden poco, que desde el fondo impecable de sus adidas rebuznan a los niños–jugadores que bajen todos.

Pero esos chicos, zancarrón... Sus hijos, señoras y caballeros, están proyectados para jugar. Para jugar por jugar. Para divertirse jugando.

No les anticipen el muermo. No los conviertan en aburridos prematuros, que de eso, con el tiempo, ya se ocupa la empresa.

De esos se encargan los malos dirigentes, con sus cortes de mangantes y con los técnicos acomodaticios y serviles que en el mundo han sido, son y, mucho me temo, serán. Pero hasta que llegue su hora, hagan el favor de tratar mejor a esos chicos.»

Joan Manuel Serrat en el prólogo de Futbol sin trampas

miércoles, abril 27, 2005

LA ESQUIZOFRENIA NO ES LO QUE ERA por M. Vázquez Montalbán

Una significación reduccionista de la esquizofrenia es el doble comportamiento, connotado literariamente en el mito del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y se me ocurre que el inmediato partido entre el Real Madrid y el Barcelona se plantea entre dos equipos esquizofrénicos o al borde de la esquizofrenia. Al Barça actual se le reprocha que pierde en las segundas partes lo que gana en las primeras y al Real Madrid que ande a gatas en la Liga española y en cambio vuele como el águila, real naturalmente, en la Liga europea. El Barça presume de tridente atacante, Rivaldo, Saviola, Kluivert, pero hasta ahora mejor ha funcionado el tridente de contención y reserva espiritual, Puyol, Xavi y Luis Enrique, con la apoyatura de Bonano, un portero que contempla los campos de fútbol como si fueran la Pampa y husmeara el asado.

Cuando sólo era editora, Rosa Regás nos reprochaba a sus amigos escritores el ser demasiado exagerados al imaginar situaciones, conflictos o personajes y una vez le contesté: Sin exageración no hay Literatura. Esta inteligentísima exageración aplíquese a la información deportiva, buena conocedora de la mercancía y del cliente, inclinada a considerar cada partido como un Juicio Final y desde que empezó la Liga está escrito que el Madrid pierde cada domingo su última oportunidad cuando de hecho sólo va a seis puntos del Barcelona y queda tanta competición por delante como guerra santa entre el Islam y Don José Mª Aznar. La prensa deportiva barcelonesa cuando trata al Barcelona pasa del éxtasis al harakiri y tras el último gol de Rivaldo que parecía un gol póstumo, los comentaristas se han subido al exorcismo y proclaman terrores aéreos y terrestres del Real Madrid, con media defensa en la UVI o en el exilio interior, incluso Ivan Campo en el exilio psicológico.

Sobre el terreno de juego, los esquizofrénicos jugadores convocados pondrán a prueba su patriotismo de club, más apreciable que el patrimonio constitucional que para el señor Aznar es como un fármaco genérico contra cualquier antrax, lo transmita el correo o el bacalao al pil pil en lata. Los jugadores a priori más determinantes son jóvenes multimillonarios que ya ni cobran en pesetas, ni en euros, ni en dólares sino en moneda metafísica y absoluta, es decir, lo tienen todo pagado, sea cual sea su esperanza de vida, así en la Tierra como en el Cielo. Si juegan bien es porque sus padres, sus esposas, sus hijos, sus amigos, sus traficantes o sus amantes les están viendo por la tele y si juegan mal es porque les ha salido el lado malo de la esquizofrenia. Lo que les gusta realmente es quitarse la camiseta para convertirse en alegres chicos letrero que dedican su éxito a un pariente o allegado o al mismísimo Dios de los futbolistas que suele ser croata o brasileño.

M. Vázquez Montalbán, escritor

lunes, abril 25, 2005

LA MALDICIÓN DEL PAPA DIFUNTO

El Lazio fue fundado en un arrebato de pasión olímpica y adoptó los colores de la bandera griega, azul celeste y blanco. Luego, se tiñó de fascista, pero eso no viene al caso. En 1927, el Lazio sufrió una escisión por la parte de Testaccio, el barrio de los antiguos muelles, los mataderos y el romanesco cerrado, damose da fa, ahó, y nació el Roma, que se quedó con los hermosos colores del imperio, grana y amarillo, y con el nombre más rotundo.

Los romanistas se sienten más del pueblo que los laciales, más auténticos y más católicos. Hasta el grito de guerra tradicional contra las aficiones rivales, "che Dio ve furmini", refleja su fe en el Dios tronante y justiciero del Antiguo Testamento. Aunque el nuevo Papa sea del Bayern y los cardenales más influyentes suelan decantarse por el Juventus, si hubiera que elegir al equipo papista del calcio ése sería el Roma.

Quizá sus desgracias actuales vengan de ahí. El Roma, que el año pasado luchó hasta el final por el título de Liga, que hizo el fútbol más hermoso, que le dio un célebre baño al Juventus en el Olímpico, que cuenta aún con jugadores como Totti, Cassano, Chivu, Montella o De Rossi, suele asumir la condición de piltrafa en las temporadas en que fallece un pontífice. La última vez que eso ocurrió, en el curso 1978-79, el Roma quedó en el duodécimo puesto, el peor del decenio. Lo mismo que cuando murió Juan XXIII: duodécimo puesto. Ahora, a cinco puntos del descenso y en estado de histeria absoluta, se dispone a conseguir algo parecido, si no peor.

La parte principal de la culpa debe recaer en Francesco Totti. Por algo posee el talento más brillante (y la cabecita más loca) y por algo recibió tres bendiciones personales del Papa Wojtyla, una cuando era aún un niñito rubio que no escupía ni pegaba patadas a nadie.

Cuesta entender la facilidad con que pierde los papeles el idolatrado Francé de los romanos. El miércoles, frente al Siena, se dio de manotazos con Tudor (tarjeta amarilla para ambos), le pegó una patada a Colonnese con el balón en el otro extremo del campo (segunda amarilla) y, ya expulsado, no quiso abandonar el escenario sin arrearle un puñetazo al mismo Colonnese. Dado que no portaba armas y nadie resultó muerto, la sanción se quedó en cinco partidos. Casi una despedida de la temporada.

Totti, sin embargo, no es el único culpable. Un club que consume cuatro entrenadores en siete meses, que busca un comprador dispuesto a pagar mucho y recibir poco, que da por perdido a Cassano, que soporta la continua violencia de sus ultras y que tolera la holganza indefinida de sus estrellas (los guapos como Totti no van a los campos de Trigoria a entrenarse, sino a darse un baño y un masaje) merece de vez en cuando un revolcón. Aunque toque sólo en año de sede papal vacante.

Un amigo romanista, residente en el hemisferio sur, me contó el otro día que seguía poniéndose la camiseta del Roma todos los domingos para ver el partido por la tele y que había enseñado a su hija de cinco años el himno de Antonello Venditti: "Gialla come er sole, rossa come er cuore mio...". Poco después supe que a mi amigo le habían abierto la cabeza en Ecuador. Sólo quería desearle que se recuperara, recordarle que los cambios de Papa traen desgracia a los giallorossi y hacerle notar que la frase más pesimista del mundo, aquélla de que "toda situación humana es siempre susceptible de un empeoramiento", la tiene patentada en exclusiva el Inter. O sea, que tranquilo.

domingo, abril 24, 2005

MARADONA (... y II) por Eduardo Galeano

Más tarde, en Buenos Aires, la televisión trasmitió el segundo ajuste de cuentas: detención en vivo y en directo, como si fuera un partido, para deleite de quienes disfrutaron el espectáculo del rey desnudo que la policía se llevaba preso.

«Es un enfermo», dijeron. Dijeron: «Está acabado». El mesías convocado para redimir la maldición histórica de los italianos del sur había sido, también, el vengador de la derrota argentina en la guerra de las Malvinas, mediante un gol tramposo y otro gol fabuloso, que dejó a los ingleses girando como trompos durante algunos años; pero a la hora de la caída, el Pibe de Oro no fue más que un farsante pichicatero y putañero. Maradona había traicionado a los niños y había deshonrado al deporte. Lo dieron por muerto.

Pero el cadáver se levantó de un brinco. Cumplida la penitencia de la cocaína, Maradona fue el bombero de la selección argentina, que estaba quemando sus últimas posibilidades de llegar al Mundial 94. Gracias a Maradona, llegó. Y en el Mundial, Maradona estaba siendo otra vez, como en los viejos tiempos, el mejor de todos, cuando estalló el escándalo de la efedrina.

La máquina del poder se la tenía jurada. Él le cantaba las cuarenta, eso tiene su precio, cl precio se cobra al contado y sin descuentos. Y el propio Maradona regaló la justificación, por su tendencia suicida a servirse en bandeja en boca de sus muchos enemigos y esa irresponsabilidad infantil que lo empuja a precipitarse en cuanta trampa se abre en su camino.


Los mismos periodistas que lo acosan con los micrófonos, lc reprochan su arrogancia y sus rabietas, y lo acusan de hablar demasiado. No les falta razón; pero no es eso lo que no pueden perdonarle: en realidad, no les gusta lo que a veces dice. Este petiso respondón y calentón tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. En el 86 y en el 94, en México y en Estados Unidos, denunció a la omnipotente dictadura de la televisión, que estaba obligando a los jugadores a deslomarse al mediodía, achicharrándose al sol, y en mil y una ocasiones más, todo a lo largo de su accidentada carrera, Maradona ha dicho cosas que han sacudido el avispero. Él no ha sido el único jugador desobediente, pero ha sido su voz la que ha dado resonancia universal a las preguntas más insoportables: ¿Por qué no rigen en el fútbol las normas universales del derecho laboral? Si es normal que cualquier artista conozca las utilidades del show que ofrece, ¿por qué los jugadores no pueden conocer las cuentas secretas de la opulenta multinacional del fútbol? Havelange calla, ocupado en otros menesteres, y Joseph Blatter, burócrata de la FIFA que jamás ha pateado una pelota pero anda en limusinas de ocho metros y con chófer negro, se limita a comentar:
- El último astro argentino fue Di Stéfano.

Cuando Maradona fue, por fin, expulsado del Mundial del 94, las canchas de fútbol perdieron a su rebelde más clamoroso. Y también perdieron a un jugador fantástico. Maradona es incontrolable cuando habla, pero mucho más cuando juega: no hay quien pueda prever las diabluras de este inventor de sorpresas, que jamás se repite y que disfruta desconcertando a las computadoras. No es un jugador veloz, torito corto de piernas, pero lleva la pelota cosida al pie y tiene ojos en todo el cuerpo. Sus artes malabares encienden la cancha. El puede resolver un partido disparando un tiro fulminante de espaldas al arco o sirviendo un pase imposible, a lo lejos, cuando está cercado por miles de piernas enemigas; y no hay quien lo pare cuando se lanza a gambetear rivales.

En el frígido fútbol de fin de siglo, que exige ganar y prohibe gozar, este hombre es uno de los pocos que demuestra que la fantasía puede también ser eficaz.

Eduardo Galeano, escritor uruguayo, en El Fútbol a sol y sombra.

sábado, abril 23, 2005

MARADONA (I) por Eduardo Galeano

Jugó, venció, meó, perdió. El análisis delató efedrina y Maradona acabó de una mala manera su Mundial del 94. La efedrina, que no se considera droga estimulante en el deporte profesional de los Estados Unidos y de muchos otros países, está prohibida en las competencias internacionales.

Hubo estupor y escándalo. Los truenos de la condenación moral dejaron sordo al mundo entero, pero mal que bien se hicieron oír algunas voces de apoyo al ídolo caído. Y no sólo en su dolorida y atónita Argentina, sino en lugares tan lejanos como Bangladesh, donde una manifestación numerosa rugió en las calles repudiando a la FIFA y exigiendo el retorno del expulsado. Al fin y al cabo, juzgarlo era fácil, yera fácil condenarlo, pero no resultaba tan fácil olvidar que Maradona venía cometiendo desde hacia años el pecado de ser el mejor, el delito de denunciar a viva voz las cosas que el poder manda callar y el crimen de jugar con la zurda, lo cual, según el Pequeño Larousse Ilustrado, significa “con la izquierda” y también significa “al contrario de cómo se debe hacer”.

Diego Armando Maradona nunca había usado estimulantes, en vísperas de los partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es verdad que había estado metido en la cocaína, pero se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.

Él estaba agobiado por el peso de su propio personaje. Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día en que la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo como metáfora: le dolían las piernas, no podía dormir sin pastillas. No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar de hacerlo. “Necesito que me necesiten”, confesó, cuando ya llevaba muchos años con el halo sobre la cabeza, sometido a la tiranía del rendimiento sobrehumano, empachado de cortisona y analgésicos y ovaciones, acosado por las exigencias de sus devotos y por el odio de sus ofendidos.

El placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad de tenerlos. En España, cuando Goicoechea le pegó de atrás y sin la pelota y lo dejó fuera de las canchas por varios meses, no faltaron fanáticos que llevaron e andas al culpable de este homicidio premeditado, y en todo el mundo sobraron gentes dispuestas a celebrar la caída del arrogante sudaca intruso en las cumbres, el nuevo rico ése que se había fugado del hambre y se daba el lujo de la insolencia y la fanfarronería.

Después en Nápoles, Maradona fue santa Maradonna y san Gennaro se convirtió en san Gennarmando. En las calles se vendían imágenes de la divinidad de pantalón corto, iluminada por la corona de la Virgen o envuelta en el manto sagrado del santo que sangra cada seis meses, y también se vendían ataúdes de los clubes del norte de Italia y botellitas con lágrimas de Silvio Berlusconi. Los niños y los perros lucían pelucas de Maradona. Había una pelota bajo el pie de la estatua de Dante y el tritón de la fuente vestía camiseta azul del club Nápoles. Hacía más de medio siglo que el equipo de la ciudad no ganaba un campeonato, ciudad condenada a las furias del Vesubio y a la derrota eterna de los campos de fútbol, y gracias a Maradona el sur oscuro había logrado, por fin, humillar al norte blanco que lo despreciaba. Copa tras copa, en los estadios italianos y europeos, el club Nápoles vencía, y cada gol era una profanación del orden establecido y una revancha contra la historia. En Milán odiaban al culpable de esta afrenta de los pobres salidos de su lugar, lo llamaban jamón con rulos. Y no sólo en Milán: en el Mundial del 90, la mayoría del público castigaba a Maradona con furiosas silbadas cada vez que tocaba la pelota, y la derrota argentina ante Alemania fue celebrada como una victoria italiana.

Cuando Maradona dijo que quería irse de Nápoles, hubo quienes le echaron por la ventana muñecos de cera atravesados por alfileres. Prisionero de la ciudad que lo adoraba y de la camorra, la mafia dueña de la ciudad, él ya estaba jugando a contracorazón, a contrapié; y entonces, estalló el escándalo de la cocaína. Maradona se convirtió súbitamente en Maracoca, un delincuente que se había hecho pasar por héroe.

(Continúa)


Eduardo Galeano, escritor uruguayo, en El Fútbol a sol y sombra.

viernes, abril 22, 2005

DIOS por M. Vázquez Montalbán (Mundial 2002)

Observo menos presencia de Dios en este Campeonato del Mundo, sobre todo si recuerdo cómo la mano de Dios, es decir, la de Maradona, ayudó a Argentina o cómo Suker atribuyó a Dios la excelente clasificación de Croacia en el Mundial de Francia. Me planteé entonces por qué Dios iba a ayudar a Croacia y no a Bosnia o a Marruecos y, ya puestos a limitarnos al ecosistema católico, por qué a Croacia sí y a España no cuando España ha sido desde los tiempos de los Reyes Católicos el país más reconsagrado de Europa y ha gozado de dos nítidos periodos nacionalcatólicos, 1945-1978 y 1996 hasta la fecha. A través de EL PAÍS me respondió entonces Suker que mi incapacidad para ver a Dios al lado de los croatas se debía a mis veleidades marxistas, como si creer en la evidente lucha de clases me impidiera ver lo injusto de que Dios se sintiera más croata que bilbaíno. Es un decir.
Vencida y desarmada la escuadra croata en 2002, ¿es culpa de Dios? ¿Qué han hecho los croatas entre 1998 y 2002 para que Dios les abandonara y se fuera con los brasileños o con los senegaleses? Observo este campeonato de frente y de reojo porque no me gusta el fútbol que exhibe y no aparecen jugadores mágicos, esos prodigios larvados que de pronto emergían como un producto de la magia genética. Nada ha hecho todavía la ingeniería genética para conseguir un clon de Pelé o de Cruyff o de Maradona o de Di Stefano y simplemente arrastran su buen hacer los ya demasiado lesionados prodigios entronizados hace cuatro años. Brasil, por ejemplo, está lleno de cojos excelentes que, llámense Rivaldo o Ronaldo, marcan la diferencia, pero poco queda de aquel Ronaldo que vencía toda clase de obstáculos, incluso el de sus rodillas, por el procedimiento de buscar la antiguamente considerada distancia más corta entre dos puntos. En cuanto a Rivaldo, ha ahorrado durante la Liga pasada la pierna que le queda y Zidane estuvo en la UVI hasta que salió renqueante a tratar de probar que Dios era bereber.
Más ausente Dios que en otras ocasiones, observo, en cambio, que el nacionalismo no decrece y cada afición espera la victoria si no como prueba de pueblo guiado por la Providencia, sí como demostración de que no hay gente como la de Tudela y por eso cantamos de cualquier manera. ¡Cuánto himno y todavía cuánta bandera miles y miles de años después de la formación de la primera horda de homínidos con complejo de horda escogida!, y, apreciado Suker, no lo digo como marxista, sino como simple racionalista abandonado en las peores tinieblas exteriores.

Manuel Vázquez Montalbán es escritor

lunes, abril 18, 2005

TARDE DE TREGUA

Los apartamentos papales estaban vacíos y sellados, el despacho de Berlusconi podía quedar desocupado en cualquier momento y los fascistas futboleros no incendiaron los estadios. Qué plácido domingo italiano, el de ayer. La momentánea paz del fútbol, después de tanta violencia y tanto bochorno, no se quebró ni en el derby toscano, que dejó a los comunistas del Livorno en mitad de la tabla y al Fiorentina resbalando de regreso a Segunda, ni con la derrota en casa del Roma ante el Reggina.
La primera jornada de tolerancia cero en el calcio movilizó una tremenda cantidad de policía. Y ofreció noticias sensacionales. Como el procesamiento (con libertad condicional) del célebre Matteo Saronni, el carpintero interista de 26 años que cuatro temporadas atrás arrojó un ciclomotor desde la grada de San Siro y el miércoles, durante el penoso derby europeo Inter-Milan, se hartó de lanzar bengalas. La lógica judicial no quedó clara. ¿Era peor tirar una bengala que tirar una moto? ¿Había cambiado la ley entre 2001 y 2005? ¿Era la mecha el elemento delictivo? ¿Podrá Saronni lanzar un Fiat Panda cuando vuelva al estadio?
En el Olímpico de Roma, los espectadores tuvieron que pasar dos, tres, cuatro o hasta cinco controles. Y, al menos al principio, la cosa se afrontó con buen humor y con mucho ahó, la interjección arquetípicamente romana. "¡Ahó, escríbeme cuando llegues!", le gritó uno a su compañero, que iba ya un par de controles por delante. "Ahó, no me han pillado las lentillas de contacto. En cuanto empiece el partido, las tiro al campo", le susurró otro a un amigo. Los registros eran totales: gorros, bufandas, banderas... "Ahó, perdone la inexperiencia, señor policía; es mi primera visita a Bagdad", comentó alguien con cierto sarcasmo.
Ya dentro, en la grada, el ambiente era más oscuro. Un reportero del diario La Repubblica enviado al corazón de la curva violenta se sorprendió por las cantidades industriales de porros que se consumían y por la escasa atención que se prestaba al partido. Todo eran coros contra la policía (los sbirri) y contra Cassano (definitivamente caído en desgracia), canciones sobre heroicas batallas campales y planes para otras jornadas con menos vigilancia. La nueva normativa antiviolencia, que preveía la suspensión del encuentro y la derrota local por 3-0 en cuanto cayera una bengala sobre el césped, excitaba miles de imaginaciones: bastaba esperar al próximo partido del Lazio, colarse en el Olímpico con un cohete y arrojarlo sobre el portero para hundir al enemigo en la miseria.
Todo indicaba que la tarde de calma no suponía paz, sino tregua, y breve.
Una lástima, porque el calcio seguía deparando instantes hermosos. Como el segundo gol de Lucarelli, el tótem del Livorno; o los ocho goles, uno anulado, marcados en Turín (en el paraíso todos los equipos son entrenados por Zeman y juegan sin defensa); o la rabia de Calderoni, el portero del Atalanta, que en el último minuto del derby con el Brescia, y con 0-0 en el marcador, paró un penalti que hubo que repetir porque sus compañeros pisaron el área antes de tiempo (el segundo entró).
Veremos qué pasa en lo que queda de temporada. Italia, en cualquier caso, es sabia y saldrá del paso. Sabe manejar a los fascistas. Nótese que desde hace años los tiene en el Gobierno, en los estadios y donde haga falta, con tal de que se entretengan y no anden por ahí haciendo lo que mejor se les da: asaltar librerías.

domingo, abril 17, 2005

SEGÚN PAUL AUSTER

"El fútbol es un milagro a través del cual Europa encontró una forma de odiarse sin destrozarse".

Paul Auster. Escritor estadounidense

sábado, abril 16, 2005

VISCA FRANK por Julio César Iglesias

Justo antes del partido Madrid-Barcelona (10/04/05), quizá el mejor de la temporada minuto por minuto, Frank Rijkaard, con la cara embozada entre las manos, miraba fijamente la boca del túnel de vestuarios. De pronto el graderío empezó a zumbar como una central eléctrica y apareció en escena Vanderlei Luxemburgo enfundado en su inseparable gabardina oscura. Aunque aquél era un mal momento para la cortesía, Frank se le acercó en una estudiada secuencia de movimientos, le dio un abrazo y le hizo una de esas confidencias que sólo pueden entender los cómplices. Luego recuperó su aire sombrío y volvió a su concha de apuntador.
Aquel brasileño de facciones duras le había inspirado siempre un sentimiento reverencial. En las canteras del norte de Europa, con sus códigos inflexibles y sus horarios de factoría, los emisarios del exótico Brasil tenían la reputación de ejemplares únicos: eran la mutación que cabe esperar de tanta diversidad genética y tanta presión ambiental. Visto de cerca, Vanderlei personificaba mejor que nunca al pionero curtido en la abigarrada selva de las canchas del trópico. Allí estaba ahora, con sus pómulos de garimpeiro quemados por la taquicardia, hurgando en el fondo del bolsillo o en el teclado de un transmisor. Qué noche tan cargada y qué tipo tan particular.
Frank volvió al sillón azul de su puente de mando sin darse cuenta de que pertenecía a la misma estirpe. Años antes llegaba a la Selección holandesa y al Milan infiltrado entre Ruud Gullit y Marco Van Basten, dos de los futbolistas más grandes de la época. Perdido en tierra de nadie, a mitad de camino entre aquel antílope rubio que jugaba en una burbuja y su imponente amigo de pelo ensortijado, un extraño purasangre con bigote, debía interpretar un papel auxiliar. Carecía de la ingravidez del primero y de la exuberancia del segundo, así que, atrapado en un estilo seco, casi alemán, se convertiría en la versión mestiza del hermano pobre. Sin embargo aprendió a nadar contracorriente y alcanzó una sólida consideración profesional; la de uno de esos cartógrafos del fútbol que tienen cada metro y cada instante en la cabeza. Compañero leal en todos los supuestos y posiciones, terminó siendo, sencillamente, el más valioso subalterno del mundo: el color que le faltaba al cuadro.
Hoy, en el banquillo, se ha erigido en conservador de la escuela holandesa. Predica el toque, el aprovechamiento de espacios y el movilidad unánime que la crítica llamó fútbol total.
Es, como en su etapa de jugador, una figura compatible con todos los sonidos, aromas y matices del juego. La suma imposible de un general, un asistente y un amigo.

miércoles, abril 13, 2005

EL "PARTIDO DE LA LECHE"

El Parma-Lazio, que ayer se resolvió a favor de los romanos, solía ser el partido de la leche. Ahora es el partido de la ruina. Parma y Lazio disfrutaron de una década dorada gracias a sus respectivos propietarios, Parmalat y Cirio, productores de leche y, según se ha sabido últimamente, de balances falsos; tras la quiebra fraudulenta de ambos grupos, las dos sociedades futbolísticas no tienen detrás más que afición y acreedores. O aficionados-acreedores, porque miles de tifosi del Parma invirtieron en acciones y bonos de Parmalat. Aquello de que con las desgracias futbolísticas sólo se perdía el apetito pertenece al pasado. Ahora también se pueden perder los ahorros.

Las infelicidades de los lácteos ha permitido al Inter saquear sus vestuarios y dejarlos aún más desnudos. A mitad de temporada, la Bienamada de Milán ha despojado al Parma del brasileño Adriano (que ya era a medias del Inter, pero eso no tiene nada que ver: al Inter le gusta pagar dos veces por la misma cosa) y a la Lazio del serbio Stankovic, en una maniobra tan inteligente como carroñera.

Parma y Lazio ocupan el quinto y sexto lugar en la clasificación, puestos solventes que honran a sus jugadores, capaces de soportar sin desfallecimientos una descomposición empresarial que les ha transformado en precarios de lujo. Los del Lazio tendrán que cobrar al menos cinco meses de sueldo en acciones de la sociedad; ya se verá con qué tipo de papel inservible son pagados los del Parma. Todos están en venta.

Lo que ha hecho el Inter, cuarto, ha sido descabezar en pleno campeonato a sus dos principales rivales y asegurarse la última plaza de Liga de Campeones. Y encima han tenido que darle las gracias. Los romanos y los parmesanos necesitan ahora mismo todo lo que puedan rebañar para pagar al menos una parte de los impuestos que adeudan y regularizar en lo posible sus atrasos con los futbolistas; de lo contrario, la UEFA y Federcalcio podrían desclasificarles y condenarles a seguir la ruta de la Florentina. O sea, la muerte y algo peor, la resurrección en las categorías regionales.

Si no lo hubiera hecho el Inter, lo habría hecho otro. Los negriazules, simplemente, tenían más prisa por lo del cuarto puesto. Juve y Milan también quieren su parte de los despojos lácteos, y parece probable que en junio se sumen a la pelea por el defensa holandés Stam, la última joya que el Lazio guarda en la cómoda.

Quizá ayer, en el antiguo partido de la leche, se vislumbró el futuro del calcio italiano. Acaso en adelante los diarios deportivos tendrán que incluir páginas financieras para informar a los aficionados sobre la evolución de la Liga. Tal como están las cosas, detrás de cada emisión de bonos hay un fichaje; una caída en bolsa implica un traspaso; una suspensión de pagos te deja sin cuenta corriente y, además, sin goles.

viernes, abril 08, 2005

FÚTBOL SIN PIEDAD por Santiago Segurola (abril de 2000)

Las rodillas siempre fueron un problema. Maradona podía asombrarnos con su tobillo destruido, con su escandalosa barriga, con el tabique de plata, pero Ronaldo necesitaba de unas ruedas perfectas para recordarnos que era un verdadero aspirante a la quinta corona. El heredero, en fin, de Pelé, Di Stéfano, Cruyff y Maradona. Ninguno de ellos necesitó tanto de la plenitud física como Ronaldo, el único de los cinco que no ha gobernado el campo. El gobierno de Ronaldo se ha establecido con el gol, no con el juego, no con el tejido del equipo. Otra cosa es que su relación con el gol haya sido ilimitada, ajena a las barreras que se imponen a cualquier delantero centro.Que se sepa, Ronaldo ha sido el único delantero centro capaz de generar una tangible sensación de peligro allá donde tuviera el balón. En el área, en sus proximidades, en las bandas, de espaldas a la portería, en su propio campo, existía la posibilidad de la proeza. Es decir, del gol. Goles tremendos que requerían de esfuerzos intensísimos, de unas piernas de velocista capaces de esquivar patadas, de ganar un metro, de girar violentamente, de dirigirle a la portería frente a cualquier obstáculo. Goles que exigían rodillas de acero. Pero esas rodillas siempre le han discutido el carácter homérico de sus goles.
Esas rodillas estaban llamadas a quebrarse. Quiebra real y metafórica. Por un lado, lo decía su largo expediente de lesiones, algunas de ellas producto de su veloz transformación física. El niño que creció en la miseria del barrio de Bento Ribeiro, que ingresó en el Sao Cristovao con 14 años, que hizo correr la leyenda de sus goles por todo Río, fue traspasado al Cruzeiro por cinco millones de pesetas con 16 años. Le cambió el cuerpo y la vida. Se enfrentó a una exigencia brutal para un muchacho que se convirtió en el eje de un negocio grandioso. Sus dos agentes abandonaron su trabajo como oficinistas bancarios para poner en marcha una formidable maquinaria comercial. Con 17 años, Ronaldo fue fichado por el PSV Eindhoven, que pagó 700 millones de pesetas al Cruzeiro. Dos años después, el Barcelona desembolsó 2.700 millones. Con 20 años, le llegó el traspaso al Inter (4.000 millones).
Por aquellas fechas, Nike le contrató por un periodo de diez años, a razón de 300 millones de pesetas anuales. Alrededor de Ronaldo se estableció un séquito imponente de familiares, agentes, administradores, amigos de primera y última hora, rubias deseosas de notoriedad y un ejército de periodistas. Sobre las rodillas de Ronaldo se levantó un codicioso imperio mercantil que le exigía jugar 80 partidos al año y atentar contra su salud en nombre de la selección, de su equipo, de una marca, del imparable negocio que él alimentaba con sus goles sobrehumanos.
Le avisaron sus rodillas en el PSV, en el Barça y en el Inter. Le estalló el cuerpo en la víspera de la final del Mundial. A nadie le importó. Jugó maltrecho, muy enfermo, aquel desdichado partido contra Francia. Lo que no dijo el silencioso Ronaldo, lo proclamó su cuerpo. En esas rodillas de cristal, en un organismo en continúa rebelión, se encuentran las huellas del abuso que se ha cometido con Ronaldo. Las temibles señales de un fútbol sin piedad.

miércoles, abril 06, 2005

LA HERIDA DE LA VERGÜENZA por Santiago Segurola

Una ciudad orgullosa, profundamente marcada por tensiones, éxitos y fracasos, se enfrenta hoy al recuerdo de una tragedia que pretende enterrar en la memoria. A Liverpool llegó ayer el Juventus de Turín, con menos estrellas que recuerdos de una desastrosa tarde del 29 de mayo de 1985, en el decrépito estadio Heysel de Bruselas, escenario aquel día de la tragedia que acabó con la edad de la inocencia en el fútbol. Empujados por el alcohol y una violencia incontenible, cientos de hooligans del Liverpool se lanzaron contra los aficionados de la Juve ubicados en uno de los fondos del estadio. Faltaba poco más de una hora para el comienzo del encuentro y todo lo que sucedió después fue un monumento a la indignidad. La macabre acometida de los vándalos ingleses se cobró la vida de 39 espectadores, todos ellos italianos, excepto un aficionado belga. Al lado del recuerdo poco importan los nombres de Ibrahimovic, Buffon, Del Piero, Emerson o Trezeguet. Se diría que han llegado para remitir al Liverpool, al fútbol en general, a la evidencia de un drama abrumador.
Un rosario de deficiencias ayudó a los hooligans en el crimen: apenas había policías, las barreras metálicas no existían, los tornos no funcionaban, los muros estaban agrietados. Ése era el estado del viejo Heysel, elegido por la UEFA como escenario de la esperadísima final de la Copa de Europa. A un lado, los reds de Liverpool, a la conquista de su quinto título, conducidos por el gran Kenny Dalglish. Enfrente, la Juve que había servido como espinazo de la selección italiana que ganó el Mundial 82, entre ellos los inolvidables Scirea, Cabrini, Tardelli, Gentile, coronados por dos futbolistas excepcionales: el francés Platini y el polaco Boniek. La Juve, que nunca había logrado la Copa de Europa, era la clase de equipo capaz de acabar con la supremacía del Liverpool, el equipo más eficaz de aquellos días, quizá no el más espectacular, pero sí el más confiado en un estilo que mezclaba la energía tradicional del fútbol inglés con el elaborado juego que había dado fama al Ajax una década antes. Pero aquella final nunca se recordará por lo que sucedió en el campo, y hasta añade más sombras a la tragedia que el partido se disputase frente a los cadáveres depositados junto al terreno de juego -venció la Juve gracias a un inexistente penalti sobre Boniek, pero nadie habla de aquella victoria en Turín-, sino por la carnicería que se vivió antes del encuentro, en una vigilia que los jugadores recuerdan con horror porque las noticias les llegaban sin ningún filtro al vestuario. Sabían que había muertos, los vieron cuando entraron en el campo, los tuvieron al lado durante todo el encuentro y, así y todo, jugaron. Ahora, 20 años después, el Liverpool y el Juventus se enfrentan por primera vez desde la tragedia. Y en la ciudad inglesa un silencio espeso trata de impedir que aflore el recuerdo de un suceso que ha marcado al club, a sus hinchas, al fútbol inglés, a toda Inglaterra.
Pocos equipos sienten con tanta nitidez el compromiso de su hinchada. En una ciudad marcada por el antagonismo entre el Everton y el Liverpool, los reds aprovecharon sus éxitos en los años sesenta y setenta para convertirse en el emblema de una región que representa todas las contradicciones de la vieja Inglaterra. Lugar de acogida de miles y miles de emigrantes irlandeses y escoceses, puerto imperial, escenario de tensiones sociales de tintes dickensianos y a la vez motor creativo capaz de producir el fenómeno pop a través de los Beatles. Liverpool vivía el fútbol apasionadamente. Cuando la economía empezó a derrumbarse y el thatcherismo abrió fracturas sociales irreparables, el Liverpool era el orgullo de la ciudad, el equipo bandera del fútbol europeo, una excusa de felicidad para una región que se hundía en la pobreza. ¿Cómo recordarles a sus hinchas que fueron los protagonistas del horror de Heysel? ¿Cómo recordarlo a una gente que ha vivido otras pesadillas inconcebibles? ¿Cómo aceptar el dolor que causaron precisamente a los aficionados del equipo que hoy juega en el legendario Anfield? El peso de la desgracia, seguramente de la culpa, es tan grande que parece enterrado en algún confín inexpugnable de la memoria colectiva del Liverpool.
No hay placas en Anfield, ni recordatorios de lo que sucedió en Heysel. No es fácil aceptar tanta responsabilidad por un hecho que sacó al fútbol de la ingenuidad y le convirtió en la metáfora más cruda de la violencia social. Sin embargo, pocos equipos son más respetuosos con su historia con el Liverpool, pocos están más enraizados con su comunidad y con los hombres que le hicieron grande, con el entrenador Shankly, con el himno que marca a fuego el vínculo entre los hinchas y sus jugadores -You'll never walk alone (Nunca caminaréis solos)-, con la victoria y también con otras desgracias tan impresionantes como las de Heysel. Junto a la estatua de Shankly, aparecen los nombres de los 96 hinchas que murieron aplastados y asfixiados el 15 de abril de 1989 en el estadio de Hillsborough, en Sheffield, en la semifinal de la Copa inglesa, esta vez no por la acción de la hinchada rival, sino por la incompetencia y la ineficacia de las autoridades del fútbol y de la policía. Murieron en una ratonera, contra la valla que separaba el campo del graderío, por el exceso de gente y porque se tomaron todas las medidas equivocadas para impedir la masacre. Es como si aquella tragedia, protagonizada exclusivamente por los hinchas del Liverpool, funcionara como un mecanismo de expiación de la culpa anterior, la de Heysel, la que avergüenza al Liverpool y sus aficionados. Hoy, los jugadores de ambos equipos, portarán brazaletes negros, pero no ha habido ningún acto institucional de los dos clubes, ni se ha conmemorado una de las fechas más infames de la historia del fútbol. La herida no se ha cerrado en estos veinte años. Es tan profunda que pretende ocultarse tras el más espeso de los silencios.

lunes, abril 04, 2005

ES UNA PERO SON CUATRO por Eduardo Galeano

"El caso de Gran Bretaña es el más asombroso en el tema de la desigualdad de derechos en los Campeonatos Mundiales de Fútbol. Según me explicaron en la infancia, Dios en uno pero es tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nunca pude entenderlo. Y todavía no consigo entender tampoco por qué Gran Bretaña es una, pero son cuatro [Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte]; mientras que Suiza o España, pongamos por caso, siguen siendo nada más que una a pesar de las diversas nacionalidades que las integran".

Eduardo Galeano, escritor uruguayo, en El fútbol. A sol y sombra. Buenos Aires, Catálogos, 1995: artículo "Numeritos", pág. 228.

domingo, abril 03, 2005

¿EL OPIO DE LOS PUEBLOS? por Eduardo Galeano

¿En qué se parece el fútbol a Dios?. En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales.

En 1880, en Londres, Rudyard Kipling se burló del fútbol y de "las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan". Un siglo después, en Buenos Aires, Jorge Luis Borges fue más que sutil: dictó una conferencias sobre le tema de la inmortalidad el mismo día, y a la misma hora, en la selección argentina estaba disputando su primer partido en el Mundial del '78.

El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la en la certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece. Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que quiere.

En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican al fútbol porque castra a las masas y desvía su energía revolucionaria. Pan y circo, circo sin pan: hipnotizados por la pelota, que ejerce una perversa fascinación, los obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de clase.

Cuando el fútbol dejó de ser cosas de ingleses y de ricos, en el Río de la Plata nacieron los primeros clubes populares, organizados en los talleres de los ferrocarriles y en los astilleros de los puertos. En aquel entonces, algunos dirigentes anarquistas y socialistas denunciaron esta maquinación de la burguesía destinada a evitar la huelgas y enmascarar las contradicciones sociales. La difusión del fútbol en el mundo era el resultado de una maniobra imperialista para mantener en la edad infantil a los pueblos oprimidos.

Sin embargo, el club Argentinos Juniors nació llamándose Mártires de Chicago, en homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero de mayo, y fue un primero de mayo el día elegido para dar nacimiento al club Chacarita, bautizado en una biblioteca anarquista de Buenos Aires. En aquellos primeros años del siglo, no faltaron intelectuales de izquierda que celebraron al fútbol en lugar de repudiarlo como anestesia de la conciencia. Entre ellos, el marxista italiano Antonio Gramsci, que elogió "este reino de la lealtad humana ejercida al aire libre".

Eduardo Gaelano es escritor uruguayo

sábado, abril 02, 2005

RENACERÁN LAS ILUSIONES

Algunas cosas valen aún la pena. El talento alegre de Kaká, por ejemplo. O la increíble longevidad deportiva de Roberto Baggio, que, con 37 años, sigue fabricando goles hermosos. O el espíritu de los jugadores del Lazio, que no se rinden pese a ignorar dónde estarán dentro de unos meses. O el recuerdo de aquel Roma que durante algún tiempo hizo un fútbol de embeleso. Hay que buscar motivos para amar el Calcio porque lo que pide el estómago es olvidarse del estadio, dejar la prensa deportiva en el quiosco y encender la televisión sólo en casos de emergencia.
El aficionado italiano vive tiempos de asco, estupor y melancolía. El asco lo causan los ultras, con sus chantajes, sus amenazas y sus negocietes sucios. Y algunos directivos, con su devoción por derrochar el dinero ajeno cuando se les acaba el propio. Los fiscales sospechan que el ex presidente del Lazio, Sergio Cragnotti, lanzó de forma fraudulenta una emisión de bonos de su empresa, Cirio, para pagar primas de futbolistas; si eso resulta cierto, miles de pequeños ahorradores perdieron su dinero para que un puñado de millonarios pudiera cambiar de ferrari. El aficionado, a veces, siente también un secreto asco de sí mismo: ¿por qué ha cerrado los ojos durante tantos años?, ¿por qué pide más y más fichajes estelares sin pensar en quién los pagará?
El estupor es producido por la constatación de que, en efecto, se ha llegado a esto: a una deuda astronómica, a un fraude sistemático, a una colección de banquillos que cuestan oro y valen plomo, a una ultraderecha que no necesita presentarse a las elecciones porque ya manda en los estadios.
Luego, se derrama la melancolía de las despedidas inminentes. ¿Huirá Totti a la galaxia de Florentino? ¿Quién se quedará con la poesía de Cassano, el despliegue de Emerson, la autoridad de Samuel? ¿Qué será del Roma y el Lazio? ¿Dónde acabará el Parma? ¿Ha llegado el punto y final del Nápoles? Muchos sueños se romperán las próximas semanas.
Hace falta depurar y sanear a fondo, aunque sea a costa de limitar la competición y retornar al diálogo interminable entre el Milan y la Juve con el Inter como espectador doliente. El Milan perdía ayer por 0-2 y empató en el séptimo minuto del descuento; quizá esas cosas signifiquen algo. Pero llegará el verano y renacerán las ilusiones más disparatadas. Porque hay enfermedades que no tienen remedio. Y porque algunas cosas valen aún la pena.

viernes, abril 01, 2005

Historias del Calcio. SIN SONRISAS

Lapo Elkann

Lapo Elkann dice que al Juventus le hace falta una sonrisa. Y "jugadores simpáticos que alivien un clima demasiado tenso". Él sabrá. Lapo Elkann es, además de joven, multimillonario y consejero de la Fiat, nieto de Gianni Agnelli, hermano del vicepresidente de la Juve y copropietario de la sociedad. A Lapo le apetece ser presidente de la empresa futbolística de la familia, lo que hace suponer que lo será pronto. Por eso resultan especialmente graves sus palabras, que atentan contra el espíritu mismo de la Vieja Señora del calcio. En el Juventus no se sonríe, se trabaja. Ahí está el lema fundacional: Delectando fatigamur. Por el sufrimiento al placer.

Y ahí están Antonio Giraudo y Luciano Moggi, el administrador delegado y el director general del Juventus, dos tipos de aspecto tan siniestro que parecen elegidos en un casting. Giraudo no está para ñoñerías. "Sin ninguna sonrisa, el Juventus ha ganado en estos 10 años cinco títulos de Liga, ha disputado 16 finales y ha vencido en ocho, ha obtenido dos balones de oro y es, según L'Equipe, el primer equipo de Europa por resultados deportivos", masculló tras leer los comentarios de Lapo.

Y añadió: "Nuestro estilo sin sonrisas es típico de los turineses: me viene a la mente Vittorio Ghidella (el gran patrón de Fiat Auto en los años 70 y 80), que sonreía poquísimo pero dominaba el 60% del mercado italiano y generaba beneficios inmensos".

Ese no fue el único sarcasmo de Giraudo a costa de la familia Agnelli. Como Lapo Elkann había sugerido la conveniencia de fichar a Antonio Cassano, "que tuvo una infancia difícil y es difícil de manejar, pero hace sobre el césped cosas extraordinarias y es muy simpático", el administrador delegado soltó todo el buen humor que llevaba dentro. "La Juventus es una de las sociedades más sólidas a nivel económico, sin que los Agnelli se hayan visto obligados a invertir durante una década. Las declaraciones de Lapo Elkann, miembro autorizado de la familia, nos ayudan de hecho a sonreír, porque al referirse a programas tan ambiciosos como el que incluiría la adquisición de Cassano nos permiten suponer que la familia pondrá dinero en el club, como han hecho todos estos años los Berlusconi, los Moratti o los Abramovich".

Si Giraudo trata así a uno de los propietarios, no cuesta demasiado suponer cómo tratará al resto del mundo. Disciplina piamontesa y mala leche a raudales. Delectando fatigamur. Ese es el auténtico espíritu juventino, el que se viste de blanco y negro porque no está para chorradas de colores.

Y, sin embargo, podía haber sido de otra forma. El Juventus comenzó jugando con camiseta rosa, gorrito blanco y corbata. Cuando las primeras camisetas se gastaron (y las coñas de los rivales empezaron a hacerse insufribles), los dirigentes juventinos eligieron como color definitivo el rojo, vibrante, agresivo y optimista. Y pidieron a un amiguete inglés, John Savage, delantero del Nottingham Forest, que hiciera llegar a Turín un paquete de zamarras de su club. Savage traspasó el encargo a un comerciante local, quien, presumiblemente, pensó que aquellos italianos no iban a viajar a Inglaterra para quejarse y les remitió un cargamento de camisetas que no vendía ni a tiros: las blanquinegras del Notts Country, el segundo equipo de la ciudad. Cuenta Renato Tavella, uno de los fundadores de la Juve, que aquel equipamiento suscitó "poco entusiasmo". En cualquier caso, el tendero de Nottingham acertó en su intuición. Lo pagado, pagado estaba. Y las franjas negras y blancas quedaron para siempre.

Luego, unas semanas antes de que Benito Mussolini tomara el poder, Edoardo Agnelli se hizo con la presidencia de la Juventus. Organizó el club como una dependencia de la Fábrica Italiana de Automóviles de Turín, hizo ver a los jugadores que la camiseta era un mono de trabajo y dio paso a la primera edad de oro juventina. Ahora, por más que diga Lapo, es tarde para cambiar. La Vieja Señora nunca ha estado de humor para sonrisas.

Enric González es autor de Historias del Calcio